Ancestros

LA SAGA DE LOS PALOMINOS DE RIOSUCIO
Alfredo Cardona Tobón  *



            

En los viejos tiempos del Estado Soberano del Cauca, la ciudad de Riosucio fue asiento de notables familias cuyos miembros brillaron en la milicia, en las letras y en las artes; esos  genes destellan aún en esa comunidad con raíces indígenas, tan diferente al resto de Caldas, que vibra con el Carnaval del Diablo y  medita  en los Encuentros de la Palabra.

Para reencontrarnos con los  riosuceños que marcaron el derrotero de su pueblo debemos auscultar la historia caucana, pródiga en memorias de la ciudad del Ingrumá; Infortunadamente esa historia se pierde día a día en los archivos carcomidos por la polilla, que  poco a nada le importa a un Estado burócrata que apoya tan poco las manifestaciones culturales.

UNA GENERACIÓN DE ARTISTAS

En la región del llamado Eje Cafetero, encontramos familias de militares como los Villegas de Salamina y los Henaos de Aguadas;  de empresarios como los Gutiérrez de Manizales y los Marulandas de Pereira; o  de artistas como los Palominos de Riosucio, algunos de los cuales además de ser pintores se destacaron en la milicia y como empresarios mineros.

La saga de los Palominos de Riosucio empieza con Buenaventura Palomino, nacido en esa población en el año 1815. Desde su tierna juventud se dedicó a la pintura y a la escultura; algunas imágenes reputadas como quiteñas salieron de sus manos prodigiosas; además de lo anterior Buenaventura Palomino fue experto en mecanismos y un gran relojero.

Mientras sus coetáneos quemaban sus energías en revoluciones y asonadas en la convulsionada región del norte caucano, Buenaventura Palomino soñó empresas; en 1860 solicitó al gobierno del Estado el privilegio para explotar la navegación de un trecho del río Risaralda y en 1869  tramitó otro privilegio para construir y explotar un camino de herradura que uniera a las dos Ansermas. Infortunadamente los proyectos de Buenaventura no pasaron del papel y algunos como la navegación del río Risaralda fueron utópicos porque apenas un pequeño tramo del rio podía navegarse en canoa.

Valerio Palomino fue hermano de Buenaventura. Nació en Riosucio en 1825. Se dedicó a la música; era un virtuoso de la guitarra con la cual ejecutaba selecciones de ópera, con tal arte, gusto y delicadeza, que congregaba nutridos auditorios.
 Francisco Trejos señala que Valerio Palomino se desempeñó como tinterillo notable; nada extraño, pues en cuestiones de leyes nadie le gana a un riosuceño. De ingenio chispeante, era la atracción en las tertulias que alegraban  los visitantes ilustres que llegaban a la minas de Riosucio, Marmato y Supía.

LA SEGUNDA GENERACIÓN

Leopoldo Palomino, hijo de Buenaventura y la bella supieña María Jesús Cataño, nació en Riosucio en 1845. Se dedicó a la pintura y sobresalió como retratista al óleo por su manejo del color y la fidelidad de sus obras. Jesús María, hermano de Leopoldo, nació en 1850. También fue pintor. Su obra quedó en el Valle, adonde emigró desde muy joven.

Ángel María, hermano de los dos anteriores, es quizás el Palomino más conocido. Vino al mundo en 1858  y Riosucio, su ciudad natal, disfrutó su talento y sus obras. Gran retratista de paisajes y personajes, sus cuadros de próceres de la Independencia son ornato de salones consistoriales en varias poblaciones del occidente del viejo Caldas y sur de Antioquia.


                                                  

EL PENÚLTIMO  PALOMINO

La figura de Enrique Palomino Pacheco, con su impecable corbatín,  quedó incrustada en los recuerdos de mi niñez. Ejercía de abogado sin título y anclaba todos los domingos en Quinchía, en la casa de mis padres, que le cedieron una amplia habitación con salida a la calle, donde improvisaba su bufete.

Allí llegaban los campesinos indígenas a encargar memoriales, la muchacha que iba a enviar una carta enamorada al novio ausente, los políticos del pueblo a encargar un discurso y el cura que buscaba ilustración para asombrar al Obispo en la visita pastoral.

Aún  tengo memoria del llanto de toda mi familia cuando Don Enrique leyó una hermosísima y triste poesía, que no he podido recuperar,  dedicada a un hijo pequeño que había fallecido pocos días antes.

A Enrique Palomino Pacheco se le equivocó el sitio de nacimiento. Si la Providencia lo hubiera llevado a otra región  de Caldas en esa misma época,  los grecoquimbayas, con sus literatura almibarada no le hubieran llegado a los tobillos, porque lo que le sobró a Enrique Palomino fue sentimiento.

A la erudición de Enrique se le sumaba la elocuencia,  el ingenio y el repentismo. En un juego de billar un amigo habló sobre  la triste suerte de las bolas. Enrique suspendió la tacada, compuso el corbatín y con voz entonada se dirigió a los presentes y les disparó estos versos:
                                                         “De este billar las bolas, se asemejan
                                                         al pueblo colombiano dividido
                                                         en tres castas de raza y de partido,
                                                         a quien todos los sátrapas manejan.
                                                         Ellas de todo jugador se dejan 
                                                         empujar sin queja ni alarido.
                                                         Las entizan, las tocan o las vejan.
                                                         Ser bola de billar , o colombiano,
                                                         da lo mismo en el siglo de las luces.”


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